☙ 𝓢𝓸𝓷𝓰 𝓸𝓯 𝔀𝓱𝓲𝓽𝓮 𝓪𝓷𝓭 𝓸𝓻𝓪𝓷𝓰𝓮 ❧

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    Kasstiel C. Lioncourt
    Legeremancia nata.
    xLullaby

    Get out of my head, get out of my mind. Whatever you put me through i'll come out alive.

    ⚜| Diario de una legeremante nata

    Un pequeño vistazo...

    Una mancha colorida surge en el medio de la oscuridad absoluta. Primero, un tono amarillo, seguido de uno más púrpura. Sucesivamente, distintos colores flotan en la negrura, en un vaivén efímero, antes de desaparecer nuevamente. Sus ojos empezaban a doler. Finalmente, cesó la presión leve que ejercía sobre sus párpados, en medio de un intenso dolor de cabeza.

    Tras unos pocos segundos, los colores dejaron de aparecer. Cada vez que el dolor parecía reducir su intensidad, una nueva punzada arremetía contra los sentidos de Kasstiel, llevándola de vuelta a sentir aquel dolor exacerbado.

    Le pareció escuchar un movimiento en la puerta. Por reflejo, abrió sus ojos y logró captar la figura de su madre. No pudo verla por mucho tiempo, ya que la luz proveniente de las afueras de aquel cuarto donde se había escondido, si bien era ténue, para sus sentidos distorsionados por la migraña, brillaba con toda la fuerza de un sol de verano. En el mal sentido.

    Cerró sus ojos nuevamente, tratando de olvidar que los abrió en primer lugar, como si eso rectificara su error previo.

    Anhelaba sentir las caricias de su madre y que la despojaran de todo sufrimiento. No tanto su voz, por mucho que le causara paz, pues un dolor de cabeza tan intenso tiene el poder de convertir una voz meliflua en gritos milicianos.

    Sus diminutas manos sostenían su cabeza, cubriendo sus orejas en un intento de que aquellos sonidos extraños e inentendibles dejaran de atormentarla. Eran los causantes. Pero, para su infortunio, estaban en su mente. Y ella no lograba comprenderlo.

    Había huido a esconderse en cuanto su hogar se vio lleno de gente. Las cristalinas lágrimas caían por sus pecosas mejillas en silencio; estaba asustada, ¿por qué esos ruidos no cesaban? Sentía como una bruma espesa y escandalosa se formaba en su cabeza.

    —Mami... Quitamelos, por favor. No puedo dejar de escucharlos... Hay ruidos, muchos ruidos, ¿por qué no puedo dejar de escucharlos?

    Julio 17, 1928

    Desde que tengo memoria, el mundo me ha parecido sumamente ruidoso y ensordecedor. Consecuentemente, la migraña es mi fiel compañera, puedo contar con los dedos de una mano aquellos días donde no me dolía la cabeza... Al menos, no tanto.

    Pero todo se complica en demasía cuando incluso, en una sala donde reina el silencio, logro escuchar ruidos. Realmente quisiera decir que lo entiendo, pero no lo hago; el bullicio es tal, que atenta contra mi propia salud, arrebatandome la consciencia.

    Es complejo padecer una tortura constantemente: el solo existir aturde mis sentidos a una magnitud tan dolorosa, que me hace creer que clavan miles de dagas en mi cabeza y se hunden con violencia, teniendo por intención el llevarme a la desesperación.

    Cuando soy consciente de mi situación, me doy cuenta de que desconozco la razón de este tormento. Expresé mi problema sutilmente algunas veces, pero solo recibí miradas de extrañeza. Sé que creyeron que perdí la cordura, lo noté en sus ojos... ya que logré darme cuenta de que solo yo soy capaz de escuchar el ruido... Ese fragor distorsionado.

    Decidí que —como todo en mi vida— lo cargaría yo sola. Intenté hacerlo, pero... Solo sufrí mucho más; no logré asimilar que dependía del filtro de higea y que jamás tendría alguien que me entendiese. La soledad comenzó a corroerme junto a otras cosas en mi cabeza que no entiendo. Finalmente, estallé.

    Me aislé. Esto debe ser un castigo. ¿Por qué debía sufrir tanto? Ni siquiera puedo conciliar el sueño a veces, ¡todo es tan ruidoso!

    Y en esos meses grises, donde toda refulgencia se había comenzado a extinguir para mi, una agobiante necesidad de expresarlo me embargó. Deseaba hacerlo, añoraba aniquilar la sensación de aplastamiento. Si no tenía respuestas, al menos, me habría desahogado.

    ¿Y quién mejor que Annelyse Lupin para escucharme?



    Sabía que no conseguiría respuesta alguna. Sin embargo, tan solo el intercambio comunicacional con la fémina sin aquellas miradas de desdén y desconcierto, hizo que mi tribulado corazón descansara por unos instantes. El peso había disminuido de manera cuantiosa, pero debía admitirlo: luego de 13 años, seguía sin comprender este martirio.

    Septiembre, 1929


    Oh, ¿por dónde debería iniciar? Fueron unos meses tan tortuosos y extraños donde el fatalismo carcomió cada fibra de mi ser de la manera más cruel y dolorosa. Había olvidado esa sensación, aquella donde percibes la ausencia de tu alma y de tu propia vida.

    El sentimiento beatífico de desahogo se esfumó en un abrir y cerrar de ojos, como el mismísimo viento presuroso que acaricia un rostro con suavidad. Sin embargo, la analogía no es igual al sentir que se apoderó de mi corazón tras ello: todo fue cuesta abajo, con una atrocidad inhumana que me arrebató la avidez de vivir.

    Estaba sola, sumida en mi mente caótica donde cada ruido estentóreo me recordaba la incertidumbre al respecto, convenciéndome de que padecía de un castigo constante donde ahora, incluso, había sido abandonada por mis seres queridos. La cereza del pastel terminó siendo la carga y presión que se me fue colocada sobre los hombros en un partido de quidditch.

    Ahí, donde mi mirada parcialmente cenicienta se perdía entre las aguas que me habían acompañado en mi soledad, mi mente reproducía lo mismo una y otra vez: los ruidos se volvieron palabras sueltas y sin contexto, pero el dolor persistía; había fallado y no tenía a nadie, deseé no estar viva. Aquel anhelo efímero causó que mi vida casi feneciese; y posterior a regresar de la inconsciencia, supe que necesitaba ayuda.

    Me convertí en un individuo no apto para la sociedad tras ser internada en Sanación Mental durante un largo tiempo. Solo tenía a la señorita Lynette, quien periódicamente me visitaba para conversar conmigo; entendí que algo en mi cabeza no estaba bien, pero que iba a solucionarse. Poco a poco, las cosas comenzaron a mejorar; pude reintegrarme y asistir a Hogwarts, donde los intercambios comunicacionales con la señorita continuaban.



    Posterior a ese encuentro... ¡finalmente! ¡finalmente obtuve esa respuesta que tanto anhelé! La mayor incógnita de mi vida había sido resuelta. No obstante, la información nueva generó más dudas y, en consecuencia, visité la biblioteca asiduamente en busca de información, empapándome en ella: ¿legeremante? ¿por qué soy una legeremante si ningún Odair fue dotado de tal habilidad? ¿de quién la heredé? ¿por qué no hay registro alguno sobre zumbidos? ¿cómo puedo lidiar con esto? La información de los natos es escasa... Tengo tantos cuestionamientos y tan pocos argumentos.

    1930



    ⚜| Historia

    Ephemeral.

    Octubre, 1914.

    Era común otorgarle trabajos menores a aquellos Odair sin experiencia. Para los hermanos de Quione, era tedioso e injuriante; aspiraban a tareas de gran importancia. Sin embargo, a percepción de ella, resultaba beatífico. Un instante donde podía desenvolverse en solitario.

    Aún así, no rompió la impasibilidad de su rostro mientras hacía las preparaciones necesarias y se despedía para salir, por no dejar ver que derivaba algún tipo de placer del encargo.

    Al otro lado de la ciudad, Andrew Larson se alistaba para asistir al mismo evento. No como audiencia, sino como uno de los protagonistas. Por enésima vez, tanteó los bolsillos de su pantalón sin sentir lo que buscaba.

    —¿Dónde dejé mis lentes?

    Matthew, su hermano mayor, que pasaba frente a la puerta de su cuarto, se tomó el atrevimiento de responder aquella pregunta al aire.

    —¿Cuál de todos?

    —Los que no están rotos

    —¿Y por qué no los reparas?

    —... Porque tampoco los veo. ¡Ni siquiera sé dónde dejé mi varita!

    Dos habitaciones al lado, se escuchó una carcajada estruendosa: su madre.

    —¡MAMÁ!— exclamó Andrew, con el rostro rojo de la vergüenza. Tan rojo como su cabello.

    Matthew, apiadándose, sacó su varita del bolsillo, y tras un par de conjuros acompañados de sus respectivos movimientos, los lentes de Andrew, junto con su varita, volaron hacia él desde un par de cajones de la habitación.

    —De nada.— Dijo Matthew antes de alejarse de la habitación.

    Preparado, Andrew colocó su índice en el traslador encima de su cama: una zapatilla de ballet. A toda velocidad, sus pies se elevaron y fue envuelto en un remolino de colores, la ráfaga de viento le resultaba ensordecedora. En un abrir y cerrar de ojos, apareció en la entrada de los camerinos del teatro en cuestión.

    El bullicio, pisadas resonantes, y un remolino de pensamientos ajenos, se hicieron presentes en la cabeza de Andrew. Aturdido por el cambio drástico de silencio a ruido, corrió a su camerino y...

    Chocó contra una persona. Sus lentes cayeron al suelo y su vista se tornó borrosa.

    —¡Agh!

    Una voz femenina profirió una leve queja, más llevada por la sorpresa que por el dolor.

    —¡Larson! ¡Siempre igual!— exclamó una voz brusca y ronca, que contrastaba con la de la chica con la que había impactado.

    —¡Lo siento, lo siento!— Dijo Andrew con premura. Se agachó y tanteó el suelo en búsqueda de sus lentes.

    —¡¿No sabes quién es?! ¡Disculpate de inmediat-

    —No es necesaria una disculpa, mi estimado. Tan solo fue una peripecia. — El enfado del hombre fue interrumpido por Quione.

    La mujer, grácilmente, se acuclilló y asió los lentes. Se los extendió a Andrew.

    —Aquí están tus gafas.

    —¡Gracias! Yo...— Las sujetó de las varillas y se las colocó con torpeza. Al instante, reparó en el ahora nítido rostro de Quione.

    Sus miradas conectaron y para ambos, el mundo parecía haberse detenido. Inconscientemente, se pusieron de pie con lentitud, no rompieron la conexión entre el celeste y el gris. Se habían perdido en la facies del otro y no deseaban salir de ahí.

    «Tiene los ojos más hermosos que he visto.» La meliflua voz mental de Quione, se hizo paso entre los pensamientos que llegaban a la cabeza de Andrew. La reacción fue inmediata, su rostro se tornó carmesí.

    —¡Grasa- digo, ¡gracias! — Su voz salió atropellada. Agradeció el pensamiento instintivamente.

    Enternecida y confundida, Quione sonrió con cordialidad.

    —P-Por las gafas... Otra vez. —Se apresuró en explicar, intentando ocultar cualquier señal de que había escuchado el pensar ajeno. —¡Y hasta luego!

    Terminó de adentrarse en el camerino y cerró la puerta. Había huido. Sentía el ardor en sus mejillas por la vergüenza: La primera impresión que dio a una aparente mujer importante fue la de un idiota nervioso.

    Alcanzó a escuchar una breve risa contenida.

    Pudo discernir un último pensamiento, esta vez lejano, de Quione:

    «¿Larson era su apellido? Es realmente lindo. ¿Cuál será su nombre?»

    -------------------------------------

    Las luces del teatro se atenuaron, y los instrumentos, afinados ahora en un la perfecto, hicieron silencio finalmente. Las cortinas, que flotaban imponentes ante el escenario, se separaron por arte de magia, revelando una escena nevada del primer acto de El Cascanueces.

    En el escenario caían copos de nieve reales. Y la música clásica, que inundaba el lugar, marcó la entrada de los bailarines.

    Entre bastidores, Andrew esperaba su entrada: representando al cascanueces. Si bien su cabeza estaba repleta de pensamientos ajenos, su larga trayectoria con la legeremancia le permitía ignorarlos. No obstante, aprovechaba el impulso que le daban los pensamientos positivos respecto a su danza.

    Tras unos minutos, el maestro interno de la obra señaló la entrada de Andrew, quien salió al escenario.

    Por otro lado, Quione, quién estaba en primera fila, vio al cascanueces retozar. Si bien estaba segura de que cada movimiento estaba previamente calculado, no podía evitar sentir que fluía espontáneamente, como una historia que se escribía en el momento. Su ligereza y gracilidad lo hacían ver como que flotaba por el escenario, completamente ingrávido.

    «Es hermoso, no tengo dudas.» El pensamiento llegó con más claridad que cualquier otro a la cabeza del legeremante, gracias a la cercanía.

    El movimiento de sus manos, con una habilidad extraordinaria, pintaba un lienzo de infinitos colores, que transmitía sus sentimientos a toda la audiencia. Quione no pudo evitar imaginarse que era ese mismo movimiento el que creaba la música que acompañaba a sus bailes.

    «Extraordinario...» Andrew sonrió para sus adentros desde el escenario.

    No fue sino hasta acabar la obra que Quione y Andrew se percataron de que ese anhelo que sentían, esa emoción, no era temporal. Se habían enamorado.

    Su conexión fue instantánea. Con cada encuentro, los sentimientos crecieron exponencialmente hasta llevarlos a unirse en uno mismo.

    Llegó un día en el que Quione no acudió a la hora acordada. Aún así, el pelirrojo la esperó fuera del camerino; miraba constantemente su reloj de bolsillo, como si aquello fuera a hacer que apareciera su amada. Irónicamente, minutos después, los pensamientos de Quione llegaron a su cabeza en compañía de otros que no provenían de ella.

    —Señor Larson. — Habló una mujer de apariencia senil. Sonrió con cordialidad, aunque su tono parecía arrogante.

    Andrew llevó su índice al puente de sus lentes, empujándolo hacia atrás. Reparó en la anciana y luego en Quione, sumida en un silencio sepulcral y con la mirada cabizbaja; detrás de ella, el señor Maslow —quien lo regañó por chocarse con ella— se mantenía rígido.

    —Finalmente tengo el honor de conocerlo. Soy la cabeza de los Odair, y me encantaría que hablásemos de su relación con mi bisnieta.

    «Es mi culpa, es mi culpa.» Escuchó lo que parecía ser un lamento por parte de Quione.

    «¿Qué está ocurriendo?» Pensó el legeremante, confundido.

    —También es un placer conocerla, señora Odair.— Respondió, manteniendo la calma con dificultad.

    —¿Gusta seguirme? Hablemos en privado.

    «¡No! ¡No! ¿Qué hago?» Quione alzó la mirada por unos segundos, con urgencia.

    —... Está bien.— Dudó, Andrew comenzó a preocuparse.

    Antes de que ambos se encerraran en el camerino de Andrew, este le dedicó una última mira a Quione, cuyo rostro solo daba malas señales.

    —Señor Larson, seré franca con usted. — La arrogancia se hizo más latente en su tono.

    Andrew no alcanzaba a percibir ningún pensamiento de la matriarca, quien mantuvo su mente en blanco.

    —Nada me importa más que mi familia. Por lo tanto, entenderá que no deseo que mi estirpe se vea afectada de alguna manera.

    —¿Afectada?

    —Afectada, manchada. —Sonrió con cinismo. El silencio en su mente perturbaba a Andrew. —Por lo cual, le ordeno que corte todo tipo de comunicación con mi bisnieta, por su bienestar y el de su familia.

    —... ¿Me está amenazando?

    —Advirtiendo, querido.—Mantuvo su sonrisa, mirándolo fijamente a los ojos.

    «Además, sería un infortunio perder a alguien con sus conocimientos... Y habilidad, ¿no?» Pensó la mujer. «Ya nos tomamos nuestras precauciones.»

    Andrew palideció. Nadie, excepto su familia, sabía de su relación con la legeremancia. Su corazón latía con fuerza, ¿qué sentía? ¿Miedo? ¿Rabia? ¿Confusión? Parecía que todos sus años de práctica y estudio para controlar sus emociones se habían perdido en ese instante. Su mandíbula se tensó mientras apretaba sus puños; gestos que fueron advertidos por la anciana, quien irradiaba superioridad.

    —Espero haber sido clara. Una vez salga por esta puerta, mi bisnieta no será más que una desconocida para usted. Y así debe mantenerse.

    El joven, perplejo, no dijo ni una palabra. Su sentido de autopreservación lo dejaba en una dicotomía: ¿su amada o su familia?

    Tras solo unos pocos segundos de silencio absoluto, que se sintieron como una eternidad, Andrew salió del lugar junto con la señora. Quione no tardó en dirigirle la mirada, pero él, que ya había tomado su decisión, no se la devolvió.

    Con un escozor horrible en su pecho, se alejó. No iba a soportarlo si la veía.

    El último pensamiento que logró escuchar, le robó un par de lágrimas:

    «Lo siento, Andrew. Te amo...»

    ------------------------------------------------------

    9 de julio de 1915.

    Hace dos días que los balbuceos de la bebé, que yacía en su cuna, ambientaban la habitación de Quione.

    La joven, ansiosa, empuñaba una pluma en su diestra mientras observaba el pergamino sobre el escritorio, tras varios intentos infructíferos de plasmar lo que quería decir.

    Habían pasado tantas cosas desde que vio a Andrew por última vez. Se resignó a vivir con el dolor y la incertidumbre, que nunca desapareció. Las pestañas rojizas —y no platinadas— de su hija, dejaban claro que el matrimonio al que fue sometida no había funcionado.

    Absorta en sus pensamientos, tardó en notar lo silencioso que estaba su cuarto. Su vista cayó al instante en Kasstiel, quien dormía plácidamente. La escudriñó, observando sus pecas y lo poco que se lograba distinguir de sus hebras naranjas. Se parecía a Andrew.

    Recordó los momentos que vivió junto a él, la intensidad con la que sentía, y cada una de sus idiosincrasias. Antes de darse cuenta, la pluma entintada se movía al son de sus pensamientos. Cuando terminó, con lágrimas en sus azulados ojos, la última línea quedó grabada en su mente:

    "Tienes una hija. Se llama Kasstiel, y es idéntica a ti. Espero que algún día puedas conocerla.


    1T4


    ⚜| Código por Desmesura| No remover créditos |⚜



    Edited by Kasstiel - 20/9/2022, 04:53
     
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